domingo, 18 de marzo de 2012

Marco Denevi - Biografía


 Nació en Sáenz Peña, provincia de Buenos Aires, el 12 de mayo de 1922, y falleció en la Ciudad de Buenos Aires el 12 de diciembre de 1998.
Cuentista brillante, pensador agudo e irónico, hombre retraído de las fiestas literarias, Marco Denevi, se abrió paso en las letras argentinas hasta ocupar un lugar relevante por la originalidad y la madurez de sus obras, y no por la publicidad personal, a la que era particularmente reacio.
Desde muy niño sintió una fuerte atracción por la música -tocaba muy bien el piano- y la lectura. Cuando llegó a ser miembro de la Academia Argentina de Letras, en 1987, agradeció a sus padres que en sus manos de chico "depositaron un billete de un viaje que desde entonces no ha dejado de emprender: el de la lectura, con un atracón, a los 12 años, de Stevenson, Dumas, Pérez Galdós..."
Su primera y siempre recordada novela, escrita a los 33 años "Rosaura a las diez", (una novela policial en la que introduce el perspectivismo, por el cual cada protagonista narra la misma historia desde su propio enfoque, su particular punto de vista) obtuvo el Premio Kraft en 1955, iniciándolo en el camino de la literatura. (En esa ocasión un jurado de muy alto nivel observó la calidad de la narración de un escritor novel, un abogado que se desempeñaba en el área legal de la Caja Nacional de Ahorro Postal). "Rosaura a las diez" también fue llevada al cine por Mario Soffici en una versión en la que se destacaron Susana Campos y Juan Verdaguer.
Posteriormente (1960) recibió el Primer Premio de la revista Life en español para escritores Latinoamericanos, por el cuento "Ceremonia secreta" (entre 3000 concursantes). Ese relato fue traducido al inglés, al francés, al italiano, al japonés y a otros idiomas, y en 1968 fue llevado al cine por Joseph Losey, en Hollywood. La versión cinematográfica fue protagonizada por Elizabeth Taylor, Robert Mitchum y Mia Farrow.
También recibió el Premio Argentores en 1962 por "El cuarto de la noche". A partir de allí, conquistó un justo prestigio internacional basado en una obra profunda y deslumbrante. (El Kraft y el Life, que lo hicieron conocido en el país y en el mundo, fueron los únicos premios a los que se presentó Denevi. Recibiría muchos otros, como el de la Comisión de la Manzana de las Luces, que le llegaron sin buscarlos).
Aunque no se sabe si quiso ser dramaturgo, una obra suya, "Los expedientes" (1957), ganó el premio Nacional de Teatro, también escribió luz "El emperador de la China" (1959) y "El cuarto de la noche" (1962). Otras obras suyas son las novelas y cuentos "Un pequeño café" (1967), "Manuel de historia" (1985), "Enciclopedia secreta de una familia argentina" (1986), "Hierba del cielo" (1991), "El jardín de las delicias" (1992) y "El amor es un pájaro rebelde" (1993).
Con María Angélica Bosco escribió el guión de un programa de televisión: "División homicidios".
Desde 1980 practicó el periodismo político, actividad que, según él, le ha proporcionado las mayores felicidades en su oficio de escritor. Enfocaba sus artículos, con coraje y fervor ciudadano los problemas de la sociedad, las fallas en la representación política, la corrupción, la burocracia o los excesos de "viveza criolla", siempre mostró su respeto por valores que vio vivir en su casa y en el medio circundante y cuya erosión y decadencia en la vida argentina no dejó de lamentar. Contaba sobre su padre: "A fines del siglo pasado vino jovencito a la República Argentina. Aquí no contaba ni con parientes ni con amigos, pero disponía de un carácter decidido, de una voluntad de hierro y de una honradez insobornable. Trabajó, fue todo lo que hizo. A los cincuenta años, ya casado con una argentina, ya padre de siete hijos, se retiró de los negocios y vivió de rentas. Contribuyó al progreso de un pueblecito en los alrededores de Buenos Aires y en 1949 murió ignorando qué eran la viveza, la especulación, el engaño, la usura."
Los títulos de algunos de sus artículos muestran claramente el motivo de sus diarias preocupaciones: "Los monarcas de la República", "¿Gobernantes cuerdos o gobernantes locos?", "Me gusta ser argentino", "El argentinglés y otras amenidades" (sobre la creciente influencia inglesa en el idioma) o "Perplejidades de un argentino apolítico", en el cual decía que no era hombre de partido, y afirmaba: "Mi único proselitismo es en favor de la democracia". En 1990 fue presidente honorario del Consejo de Ciudadanos, entidad que promovió para incentivar la inquietud cívica.
En 1986 dijo que hacía 18 años que vivía de lo que escribía, "lo que en estos tiempos ya es bastante".
"Me valgo de la ironía en la novela como la uso en la vida -admitió alguna vez-: para disimular que soy un sentimental, un blando de corazón, alguien a quien resulta fácil conmover."
"¿Qué condiciones debe reunir una novela para atraer al lector?", le preguntó a Denevi una vez María Esther Vázquez. "Que la lectura sea una felicidad", le contestó.
"Mi mayor ambición es que el acto de la lectura sea de disfrute, de goce para quienes me leen -dijo en una entrevista-. En estos tiempos en que tanto dolor y humillaciones nos inferimos unos a otros, hacer feliz a alguien es tan hermoso... A mí no me importa más que eso."
Y señalaba que no pasaba de cinco mil lectores fieles, "que no me harán rico, pero me hacen feliz".
"Vivo de lo que escribo, pero no todo lo que escribo es literatura. Incluyo periodismo, guiones de televisión y de cine, y no incluyo cartas pidiendo dinero porque no las escribo", dijo en 1986.

Marco Denevi


Rosaura a las diez - Marco Denevi
(Fragmento)

DECLARACIÓN DE LA SEÑORA MILAGROS RAMONEDA, VIUDA DE PERALES,     PROPIETARIA DE LA HOSPEDERÍA LA MADRILEÑA  DE LA CALLE RIOJA, EN EL ANTIGUO BARRIO DEL ONCE

  1
  Todo esto comenzó, señor mío, hará unos seis meses, aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas. O quizá no, quizá será mejor que diga que empezó hace doce años, cuando vino a vivir a mi honrada casa un nuevo huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo.
  Aquéllos eran otros tiempos, ¿sabe usted?, tiempos difíciles, sobre todo para mi, viuda y con tres hijas pequeñas. Los pensionistas escaseaban, y los pocos que había eran, hablando mal y pronto, de culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario, sí queríamos conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y creo que perdido para siempre: el arte de atraer, seleccionar y afincar, mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiaridad y rigor, una clientela más o menos honorable.
   Había que estar en guardia con los estudiantes de provincias, gente amiga de trapisondas, muy alegre, sí, muy simpática, pero que después de comerle el grano y alborotarle el gallinero, se le iba una noche por la ventana y la dejaban a una, como dicen, cacareando y sin plumas; y también con esas damiselas que, vamos, usted me entiende, que se acuestan al alba y se levantan a la hora del almuerzo, y usted se pregunta de qué viven, porque trabajar no las ve; y aun con cienos caballeros solos y distinguidos, como ellos mismos se llaman, de los que prefiero no hablar. Y todavía me dejo en el buche otros peligros más frecuentes, aunque menos disimulados, como, pongamos por caso, los artistas de teatro, y líbreme Dios si andaban en gira, peligros, sin embargo, que a la fin resultaban menos temibles que los otros que le dije, porque llevaban la luz roja encendida al frente y era posible esquivarlos a tiempo y desde lejos.
   Pero el hombre que aquella mañana vino a llamar a la puerta de mi honrada casa me pareció, a primera vista, completamente inofensivo. Era el mismo hombrecito pequeñín y rubicundo que usted conoce, porque, ahora que caigo en ello, le diré que los años no han pasado para él. La misma cara, el mismo bigotito rubio, las mismas arrugas alrededor de los ojos. Tal cual usted lo ve ahora, tal cual era en aquel entonces. Y eso que entonces era poco más que un muchacho, pues andaría por los veintiocho años.
   La primera impresión que me produjo fue buena. Lo tome por procurador, o escribano, o cosa así, siempre dentro de lo leguleyo. No supe en un primer momento de dónde sacaba yo esa idea. Quizá de aquel enorme sobre todo negro que le caía, sin mentirle, como un cajón de muerto. O del anticuado sombrerito en forma de galera que, cuando salí a atenderlo, se quitó respetuosamente, descubriendo un cráneo en forma de huevo de Pascua, rosado y lustroso y adornado con una pelusilla rubia. Otra idea mía: se me antojó que el hombrecito estaba subido a  algo. Después hallé la explicación. Calzaba unos tremendos zapatos, los zapatos más estrambóticos que he visto yo en mi vida, color ladrillo con aplicaciones de gamuza negra, y unas suelas de goma tan altas, que parecía que el hombrecito había andado sobre cemento fresco y que el cemento se le había pegado a los zapatones. Así quería él aumentarse la estatura, pero lo que conseguía era tomar ese aspecto ridículo del hombre calzado con tacos altos, como dicen que iban los duques y los marqueses en otros tiempos, cuando entre tanto lazo y tanta peluca y tanta media de seda y encajes y plumas, todos parecían mujeres, y, como yo digo, para saber quién era hombre, harían como hacían en mi pueblo con los chiquillos que por los carnavales se disfrazaban de mujer.
  Además, se veía que el hombrecito andaba como un obispo in pártibus, quiero decir, sin casa y sin comida. En efecto, traía consigo una valija de tamaño descomunal, toda llena de correas, de broches, de manijas, y tan enorme, pero tan enorme, que en un primer momento sospeché que algún otro se la había traído hasta allí, dejándolo solo con ella, como a un enano junto a una catedral. Una persona que anda por la calle con semejante armatoste a cuestas se mete en cualquier parte, de modo que deduje que mi candidato no sería hombre difícil.
  Con una vocecita aguda, quebrada de gallos, me preguntó:
  -¿Aquí, este, aquí alquilarían un cuarto con pensión?
  Y esto me lo preguntaba debajo de un gran letrero rojo que decía: SE ALQUILAN CUARTOS CON PENSIÓN.
  -Sí, señor -le contesté.
  -¡Ah! -dijo, y se quedó callado, dando vueltas al sombrerete entre las manos y mirando para todos lados, como si buscase quién viniera a proseguir la conversación por él. Como no estábamos más que él y yo, al cabo de unos minutos opté por ser yo la que continuase hablando.
  -¿Usted quiere alquilar una pieza?
  -Este, sí, señora.
    -¿Toda la pieza para usted?
  -Este, sí, señora.
  -Quiero significarle, ¿sin compañero?
  (Esto por pura fórmula, ya que en aquel entonces tenía varios cuartos desocupados.)
  -Sí, señora.
  -¡Ah! -dije, y aquí me pareció oportuno quedarme a mi vez callada y mirarlo fijamente.
  Él puso cara de intenso sufrimiento e hizo como que miraba a una y otra esquina de la calle. Pero a mí con esas. El revoleo de ojos a izquierdas y derechas era sólo un pretexto para poder pasarme rápidamente la vista por la cara y espiar qué es lo que haría. Pero yo no hacía nada, sino mirarlo.
  Así nos estuvimos un buen rato, los dos de pie, él en la vereda, yo en el umbral de la puerta, sin hablar y estudiándonos mutuamente. «Vamos a ver quién gana», pensaba yo. Pero el hombrecito seguía mudo y vigilando las esquinas, como si deseara irse y yo no lo dejase. La galera giraba entre sus manos. Y aunque la mañana era fría, el sudor comenzó a correrle por la frente. Cuando su cara fue ya la cara de un San Lorenzo que empieza a sentir el fuego de la parrilla donde lo asan, tuve piedad.
  -¿Su profesión? -le pregunté.
  Dio un larguísimo suspiro, como sí durante todo aquel tiempo hubiera estado conteniendo el aliento, y:
  -Pintor -contestó.
  Vea usted, jamás habría sospechado yo que un hombrecito vestido con aquel sobretodo negro pudiese ser pintor.
  -Pero -dije-, ¿pintor de cuadros o de paredes?
  -Este, ah, de cuadros -y lanzó una risita nerviosa, como si hubiera confesado una picardía.
  Su respuesta no me gustó nada. Un pintor de paredes es un pintor, y éste es un honrado oficio. Pero un pintor de cuadros se piensa que, además de pintor, es artista y, lo que es más grave, se piensa que ha de vivir de su arte. Y usted ya sabe el mucho daño que han causado a las hospederías el arte y los artistas.
  Él debió de leer en mi cara, porque no soy persona que disimule sus sentimientos, la poca gracia que me había producido conocer su profesión, pues la risita se le cortó como por ensalmo y se puso más rojo que una grana.
  -¿Es usted solo? -continué, a ver si por ese lado le hallaba alguna cosa buena.
  -Sí, señora.
  -Soltero, claro está.
  -Sí, señora -y otra vez enrojeció.
  -¿No tiene parientes?
  -No, señora, no.
  -¡Cómo! ¿Ni un pariente?
  -Oh, no, señora.
  -Vamos, vamos, alguna tía vieja, ¿eh?, algún primo lejano, ¿no es cierto?
  -No, no, nadie. Estoy -se miró las uñas-, estoy solo en el mundo.
  Y otra vez puso cara de sufrimiento. Vamos, saberlo solo en el mundo algo mitigaba el mal efecto que me había causado su malhadada profesión. Y él debió de comprenderlo así, porque se puso a negar que tenía familia, amigos, hasta simples conocidos, con tanta vehemencia, como si negase haberme robado la cartera o asesinado a mis hijas. El pobre, evidentemente, deseaba conquistarse mi simpatía, y una dueña de casa de huéspedes tenía en aquellos tiempos tan pocas ocasiones de sentirse objeto de ninguna conquista, que su actitud me conmovió.
  -Y dígame una cosa -le pregunté, para tirarle un poquito de la lengua-, ¿por qué dejó la otra hospedería?
  Abrió tamaños ojos.
  -¿Cuál otra?
  -Hombre, la hospedería donde ha estado usted viviendo hasta ahora.
  -¡Oh, no! -y meneó la cabeza y pestañeó repetidamente, como una solterona a la que le han preguntado sí sale de noche-. Jamás he vivido en hospederías.
  ¡De modo que era primerizo! Tanto mejor. Aunque usted no lo crea, yo prefiero estos primerizos a los otros, a los que se han pasado la vida de pensión en pensión y conocen todas las triquiñuelas y las trampas y las mañas del oficio de huésped, y le juegan a una unos ajedreces, que llámese contento el que les hace tablas. En cambio éstos, los inocentes, los virginales, aunque en los primeros tiempos fastidien un poco con la idea de que siguen viviendo en una casa, son muy fáciles de manejar, y tan educados, tan sin picardía, que, como le dije antes, se termina por preferirlos.
  -¿Y dónde ha vivido usted hasta ahora, si puede saberse? -continué.
  -Este, en mí casa.
  -¿Vivía solo?
  -No, no, con mi padre.
  -¡Pero por las llagas de Cristo! ¿No acaba de decirme que estaba solo en el mundo? Y ahora resulta que tiene padre.
  -Acaba de fallecer -murmuro.
  -¡Ay, perdóneme usted! -entonces caí en la cuenta de que llevaba corbata negra y un brazal de luto en la manga del sobretodo. Claro, eran estos crespones los que habían hecho que lo tomase por un procurador-. Lo acompaño en el sentimiento -y le di la mano.
  -Muchas gracias.
  -¿Y cuánto hace que murió su padre?
  -Un mes.
  -Dios mío, está todavía caliente el cadáver, como dicen. ¿Y de qué murió?
  -De apoplejía.
  -¡Ah! ¿Tomaba mucho?
  -¡Oh, no!
  -Dígamelo a mi. Mi marido murió de lo mismo, y había que ver cómo le gustaba empinar el codo.
  -Pero, este, pero mi padre...
  -Está bien, a usted le costará confesarlo ahora, por el luto reciente. Y dígame, ¿fue una cosa repentina?
  -Sí, señora.
  -Como a mi marido. Seguro que ocurrió después de una mona.
  -¡Oh, no, `e juro!
  -Bah, aunque usted no lo diga. Habrá empezado a gritar, a hacer escándalo, y de golpe, ¡paf!, se pone amoratado, los ojos le dan vueltas, tambalea, cae al suelo...
  Como vi que se llevaba el pañuelo a los ojos, me pareció prudente cambiar de conversación.
  -Bien, bien -dije, para distraerlo-. Si usted está dispuesto a alquilar la pieza, le diré las condiciones.
  -Sí, señora.
  -Ochenta pesos al mes. Pago adelantado. La pensión comprende desayuno, almuerzo y cena. El almuerzo se sirve a las doce y media y la cena a las nueve. En punto. El que no está a esa hora, pues no come. El uso del baño es común. Está prohibido tener luz encendida en los cuartos después de las once de la noche. También está prohibido tener radio, fonógrafo y animales. Yo tengo un gato, pero ese no es un animal, como usted tendrá ocasión de comprobarlo. El lavado y planchado de la ropa puede dármelos a mí si quiere, por un pequeño precio extra. Lo mismo las bebidas. Pero esto de las bebidas lo digo por pura fórmula, ya que a mis huéspedes no les permito beber sino agua, que, como dicen, ni enferma ni adeuda. Aquí no entra una gota de alcohol, así me la paguen a precio de oro. Bastante he sufrido con mi difunto esposo a causa de eso. Acuérdese usted de su padre. Bien, creo no haberme olvidado de nada.
  Ni chistó. Al contrario, a cada una de mis palabras hacía una reverencia, como si yo estuviera dándole órdenes.
  -Además -proseguí- es bueno que sepa que si tiene la dicha de venir a vivir a mi honrada casa, vivirá en un hogar decente, no en una fonda. Aquí, señor mío, reina la más estricta moralidad. De modo que ciertas visitas, y ciertas jaranas, y ciertas libertades de lenguaje o de costumbres, aquí no están permitidas. Es que, hágase cargo. Tengo tres hijas pequeñas, la mayor de las cuales no pasa de los doce. Yo y ellas y mis huéspedes formamos todos una gran familia, comemos en la misma mesa, yo soy para todos como una madre, todos son para mí como unos hijos, y no es cuestión de que venga un don Juan de afuera a echarse sus ternos de compadrito o de arrabalero o a hacer lo que no haría en su casa, si la tuviese.
  El hombrecito no tenía trazas de don Juan, pero nunca se sabe. El comprendió perfectamente a dónde yo iba. Y tanto lo comprendió, que se puso rojo como un tomate. Le diré que es hombre de enrojecer a cada tres por cuatro, como pronto lo comprobé, pero se ruboriza con tanta frecuencia, que esos tornasoles son ya el color de su cara.
  -Finalmente -dije (y aquí hice una pausa)-, finalmente, señor. No es que yo desconfíe de usted. Líbreme Dios de ello. Al contrario, al contrario. Usted parece persona de bien, seria y respetable. Dicen que la cara es el espejo del alma, y usted tiene cara de bueno. Pero ni la cara de usted, desgraciadamente, me salva de ser viuda, ni de tener tres hijas a mi exclusivo cargo, ni de vivir en los calamitosos tiempos en que vivimos, con las Europas en guerra. Sin un hombre que mire por mí, he tenido que salir a la arena, como dicen, a pelear por mi sustento y por el de mis tiernas hijas, y en tales lides, donde la natural debilidad de la mujer no encuentra sino desventajas, mucho es lo que llevo padecido, porque yo soy la del refrán, que duelos me hicieron negra, que yo blanca me era, así que excusado será que tenga la piel sensible quien de cicatrices anda vestido.
  -¡Es cierto, es cierto! -aprobó calurosamente el hombrecito, al parecer muy impresionado por mis palabras, de las que estoy segura no entendió ni jota. 
  -Bien, señor -continué, lánguidamente (sin dejar de darle, en este capítulo de nuestra conversación, el trato de  A fin de evitar disgustos y pleitos y dolores de cabeza, que yo soy la primera en aborrecer, y para mayor tranquilidad tanto de una parte como de la otra, mis huéspedes suelen ofrecerme, antes de instalarse en mí honrada casa, alguna garantía, alguna prueba de solvencia o, en su defecto...
  No me dejó terminar. Con agradecimiento y veneración, y con una prontitud que me hizo sospechar que esperaba la cosa, metió la mano en un inmenso bolsillo del sobretodo y extrajo una libreta. Después de abrirla en una de las últimas páginas me la entregó con una reverencia. Era una libreta del Banco Francés. La página mostraba, en grandes números azules, lo que debía de ser el saldo de la cuenta de ahorro del hombrecito. Con sorpresa y, no le miento, con alivio, leí: $ 58.700.- moneda nacional. La suma era tan respetable, que en seguida quedé reconciliada con las pintorreas artísticas del nuevo huésped.
  No esperé más. Le devolví la libreta, me hice a un lado, le mostré el interior de mi honrada casa, le dije:
  -La pieza es suya, señor. ¿Gusta seguirme?
  Y me dispuse a presenciar cómo se las arreglaba con la valija.
  El hombrecito se inclinó sobre el monstruo, lo tomó con ambas manos, hizo un terrible esfuerzo que le empurpuró toda la cara hasta convertírsela en una sola mancha roja sin facciones, consiguió levantarlo, se lo echó delante, y sosteniéndolo, tanto con los brazos como con el resto del cuerpo, curvada la espalda, comenzó a andar detrás de mí.
  Entramos. Mientras atravesábamos la primera galería, algunos huéspedes empezaron a asomarse a la puerta de sus respectivas habitaciones y a observar con descaro al hombrecito, y hasta a hacer sus comentarios, ellos creerían que en voz baja, pero el otro los oiría, como los oía yo. El pobre sudaba como un caballo. A cada paso que daba las rodillas le golpeaban en la valija, y la valija se encabritaba como un buque en alta mar. Para colmo, los zapatones le chillaban escandalosamente. Parecía que iba aplastando caracoles.
  Uno, un sinvergüenza que no trabajaba desde hacía años, porque decía que esperaba un nombramiento en no sé qué ministerio, pero que no lo nombraban porque decía que el ministro le tenía rabia, y que entretanto me debía ocho meses de pensión, cuando el hombrecito pasó a su lado lo miró de arriba abajo, y sin quitarse siquiera el cigarrillo de la boca lo llamo:
    -¡Señor! ¡Señor!
  Y como el hombrecito se detuviese y lo mirase, agregó, lo más fresco:
  -Disculpe que no le ayude a llevar la valijita, pero, ¿sabe?, tengo la hernia.
  Y todavía el pobre Cristo que le contesta:
  -Muchas gracias, no faltaba más.
  Imagínese la carcajada de todos.
  Por fin salimos del vía crucis de la galería y llegamos al comedor. Allí estaban mis tres hijas, que interrumpieron sus juegos para ponerse a contemplar al nuevo huésped. Me acuerdo que las tres lo miraban en silencio, muy seriecitas, y en eso la más chiquitina, apuntando con un dedo a los pies del hombrecito, sentencio:
  -No pagó los zapatos.
  Yo me volví y le dije, tanto como para disimular:
  -Cosas de criaturas.
  Pero él tenía otra vez la cara de San Lorenzo mártir, y no me respondió.
  Salimos del comedor y seguimos por la segunda galería hasta llegar al cuarto que yo le tenía ya destinado, un cuarto un poquito oscuro, y algo húmedo, pero tan tranquilo, que me pareció de perlas para un artista. Hay allí un par de camitas de bronce, un ropero, una mesita de luz, todo reluciente, todo hecho un espejo. Y en las paredes, retratos de Carlos Gardel y de Rodolfo Valentino.
  Abrí la puerta y lo invité a que entrase. Entró haciendo reverencias con el cuerpo y la valija.
  -Mire a ver si le gusta-le dije.
  -Está muy bien, está muy bien -murmuró. Pero no miraba nada. Había colocado el baúl en el suelo y se enjugaba el sudor de la frente con un gran pañuelo orlado de negro. Parecía muerto de cansancio. No vería el momento de quitarse aquellos horribles zapatones.
  -Pues entonces -dije- no hay más que hablar. El cuarto es suyo. Aunque tiene dos camas, no le pondré compañero mientras usted no desee lo contrario y pague lo que corresponda. Aquí lo dejo.
  Pero no lo dejé. Me quedé mirándolo. Él, a su vez, en los últimos estertores de su agonía, me observaba de reojo.
  -Ya sabe usted el reglamento -continué-. El almuerzo a las doce y media, la cena a las nueve...
  -Sí, sí, gracias.
  -Y el pago adelantado.
  Con la palma de la mano se dio un golpe en la frente, que no sé como no se la partió en dos; susurró un rosario de disculpas, y ahuecando el pecho y con un ademán como si fuera a rascarse el sobaco, pescó de un bolsillo interior del traje la cartera, una cartera que reventaba de papeles de toda índole, y me abonó los ochenta pesos.
  -Una última formalidad -dije, y el hombrecito cerró los ojos-. ¿Su nombre, si me hace el obsequio?
  Otra vez anduvo a la pesca de la cartera, separó una tarjeta y me la entregó. Leí: "Camilo Canegato - Pintor - Restaurador de cuadros - Perito en arte - Especialista en retratos al óleo».
  Los títulos me gustaron mucho, pero el nombre me hizo la mar de gracia. ¡Mire usted que llamarse Canegato un hombrecito de aspecto tan pacífico! Delante de él me contuve, pero al saludarlo y retirarme para dejarlo solo, ya la cara me temblaba de risa. Cuando llegué al comedor no pude aguantar las carcajadas. Mis hijas también se pusieron a reír, aunque no sabían de qué. Después me arrepentí, porque sé que desde su cuarto se oye todo cuanto ocurre en el comedor. (...)


Marco Denevi - Cuentos


Miseria de la burocracia
 
Durante muchos años un hombre a quien después de Kafka se lo suele llamar el señor K. Solicita ser recibido por el rey (si un rey resulta anacrónico, por el primer ministro, por el banquero Morgan, en fin, por Alguien). Desea pedirle un favor. Se trata de un asunto personal y, para él, de vida o muerte.  
Pero los trámites son tan engorrosos; las dificultades para conseguir una audiencia, tan insalvables; Alguien está siempre tan atareado o tan lejos, viajando por otros países, que transcurre un largo tiempo sin que el señor K logre su propósito.  
Esa espera y los infinitos, los arduos trámites le oscurecen el juicio, lo convierten en un hombre (pronto en un anciano) un poco maniático y, por qué no decirlo, un poco estúpido que sólo se preocupa por redactar las solicitudes de audiencia en un estilo cada vez más complicados, por sobornar a los porteros, empleados y secretario de Alguien y por seguir a éste en sus viajes, todo lo cual lo obliga a incurrir en gastos que, con el tiempo, le comen tosa su fortuna.  
Hasta que al fin es recibido por Alguien.
- Señor K. -oye que le pregunta- ¿Qué quiere de mí?  
Entonces el señor K. se da cuenta, espantado, de que olvidó cuál era el favor que pensaba pedirle. Alguien lo mira impaciente. Para salir del paso el señor K. balbucea:
-Nada. Sólo el honor de estrechar su mano.
Complacido por la lisonja, Alguien le concede espontáneamente una gracia que es aquella misma que el señor K., años atrás, pretendía arrancarle a fuerza de súplicas. Pero el señor K. lo olvidó y la gracia de Alguien no le proporciona ninguna satisfacción. Por el contrario, sale de la audiencia convencido de que Alguien le impuso una carga.

 La hormiga
 
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
    (Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)



Marco Denevi - Cuentos


La cicatriz
 
Según Gustav Büscher (El libro de los misterios, Barcelona, 1961) el arqueólogo alemán Hilprecht descifró los caracteres cuneiformes inscriptos en dos piedras que desenterró de las ruinas de Nippur, Babilonia, gracias a un sueño revelador: en ese sueño, un sacerdote, luego de aclararle que las piedras eran las dos mitades de una tabla votiva, le explicó el contenido de la inscripción. Al día siguiente Hilprecht pudo descifrar la escritura sin ninguna dificultad.
   Conozco un caso todavía más extraordinario de sueño revelador. Ascanio Baielli leía todos los domingos de 1960, por el servicio de la Radiodifusión Italiana (RAI), una serie de relatos ya imaginarios, ya históricos, agrupados bajo el título de Storie per la sera della domenica (Cuentos para le velada del domingo). "La anunciación del traidor", incluido en la presente antología, es uno de esos relatos.
   Pues bien: un sábado Baielli preparaba el material para la audición del domingo siguiente. Ninguno de los dos o tres textos que había escrito (más bien que había esbozado) lo satisfacía. A la madrugada, vencido por la fatiga, se durmió.
   Soñó que él era un muchachito de no más de doce años. Se veía a sí mismo vestido como un humilde mancebo del Quinientos, flaco, débil y esmirriado. Otros pilluelos lo perseguían, le arrojaban piedras, lo cubrían de burlas y de insultos. Y él corría, corría por las callejuelas enredadas y sombrías de una ciudad de aspecto medieval, llegaba a las afueras, se escondía entre unos matorrales, temblaba de miedo, lloraba de rabia, jurando vengarse de sus perseguidores.
   Desde su escondite veía pasar una columna de soldados. Al frente iba un condottiero. Él admiraba los trajes, las armas, las plumas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiraba era la larga cicatriz que el condottiero lucía en su rostro. Larga y temblona, nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. El condottiero cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y terrible. La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra, atronaba la tarde como la deflagración de la pólvora, como una fanfarria de bronces marciales. La cicatriz pasaba y todos los demás rostros parecían palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se perdía entre la bruma y el polvo.
   Entonces el muchachito se dirigía a una casa solitaria, y en un cuarto atiborrado de retortas, probetas y manojos de hierbas, un viejo con facha de brujo le tatuaba en la cara una cicatriz igual a la del condottiero. Precedido y seguido por la cicatriz como por un aullido, él caminaba otra vez por la ciudad de callejuelas siniestras,las gentes lo miraban y se apartaban, los granujas que lo habían vejado se escondían en sus casas, el muchachito ahora marchaba erguido y desafiante.
   De pronto se veía un hombre hecho y derecho, al frente de una tropa de mercenarios. Atravesaba ciudades, campos, viñedos. Un silencio de pasmo y de terror los flanqueaba. Oía a sus espaldas el temeroso bisbiseo de la villanía: Ecco l'Impunito, ecco l'Impunito! Con secreto regocijo, con secreta angustia, pensaba que todo se lo debía a su feroz cicatriz, pero que si el engaño era descubierto lo aguardaba un destino ominoso, las befas, el desprecio, sin duda la muerte. A ratos sentía la tentación de espiar hacia uno y otro costado a ver si entre la turba de campesinos o semioculto detrás de un árbol algún débil muchachito lo estaba mirando. Entonces lo habría llamado, le habría revelado, a él solo, sin que nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: Ve, hazte tatuar una herida como la mía y estarás a salvo. Pero enseguida se arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí, porque él debía ser, para el muchachito, la misma figura implacable y abismal, que no condesciende siquiera a una mirada de soslayo, que el condottiero había sido para él.
   Después llegaba con sus mercenarios a un pequeño valle surcado por un río. Y de golpe, entre los árboles, brotaban soldados como hormigas, y él experimentaba una angustia tan intensa que Ascanio Baielli despertó.
   L'Impunito. ¿ Dónde había oído antes, dónde había leído ese nombre? Consultó diccionarios, enciclopedias, libros de historia. En los Saggi sopra il secolo XVI, de César Cantú, halló este párrafo: "En 1587 el grueso de las tropas papistas fue diezmado por los imperiales en una emboscada que le tendieron el los alrededores de Valderrosa. Pero más que la sorpresa, lo que desconcertó a los soldados de Adriano VII fue la increíble conducta de su jefe, Giambattista Crispi, llamado l'Impunito, que sin oponer la menor resistencia se dejó matar por un oscuro condottiero enemigo, un viejo que a la sazón contaba más de setenta años. El Papa, rabioso, atribuyó el inexplicable hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del Emperador de Alemania escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los antecedentes de l'Impunito, pareció una fanfarronada injuriosa".
   La noche del domingo, Ascanio Baielli terminó su relato con estas palabras: "Tal vez nosotros podamos conjeturar la verdad. El condottiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. Cicatrices idénticas refulgían en sus rostros. Pero el condottiero debió comprender enseguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que ser falsa, la copia de la verdadera. O habrá sido l'Impunito el que sintió la vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz, podía engañar a los demás pero no podía engañar al condottiero. Y convertido otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el único hombre que podía matarlo. Y quien sepa hacerlo, que extraiga de esta historia la moraleja que yo no me atrevo a añadirle".

La Bella Durmiente y el Príncipe
 
La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al Príncipe. Y cuando lo oye acercarse simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.



Marco Denevi - Cuentos


Génesis
 
    Con la última guerra atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño, su horror se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese. Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.

Gente a la page
 
Nuestra desgracia es ser personas demasiado avanzadas para un país tan retrógrado. Ese desfase nos causa no pocos disgustos. Cuando nos enteramos, por el Times de Londres, de que el 27 de julio habría un eclipse total de luna, subimos todos a la terraza y nos pasamos la noche bajo un relente feroz, atibando el cielo. No hubo ningún eclipse. No hubo ni siquiera luna. Lo que sí conseguimos fueron bronquitis y pulmonías.
 -Será que el eclipse es visible sólo desde las Europas -dijo mamá.  
-Eso nos da la pauta del atraso en que se debate este pobre país -le contestó papá.
Uno o dos años después se anunció un eclipse parcial de luna en Buenos Aires y sus alrededores. Pero nosotros nos negamos a escrutar el firmamento. No nos interesan eclipses de segunda mano, para colmo parciales, antiguallas que Europa no querrá ni regaladas.




Marco Denevi - Cuentos


El público siempre pide más

 ¿Conocen a Joe Musuku? En otro tiempo fue un gran artista, un ídolo de las multitudes. Ahora, encerrado entre rejas, rumia sus remordimientos esperando la muerte. Y todo a causa de un crimen. Él no es el asesino, pero la sumaria justicia de los hombres no entiende de sutilezas y sólo mira los groseros resultados prácticos. ¿Un hombre murió a manos de Joe Musuku? Entonces no se hable más: Joe Musuku es un criminal y debe ir a la cárcel por todo el resto de su vida. Pero ¿cómo iba él a querer matar a alguien a quien adoraba?
Estos son los hechos. Cada vez que Joe, en la pista central, abría la boca y Johnny La Vallée ponía la cabeza dentro, el público aplaudía. Después los aplausos empezaron a ralear, hubo funciones en las que la gente silbó. Vagas amenazas de despido volvieron melancólico a Johnny La Vallée. Joe, que lo amaba, se propuso salvarlo. En la sesión de la noche, cuando Johnny introdujo la cabeza rubia en la boca de Joe, Joe cerró los ojos y en seguida cerró las mandíbulas. Sus colmillos penetraron apenas en la carne de Johnny, un doble hilito de sangre le corrió a éste por el cuello, la multitud rugió con entusiasmo. Johnny, pálido, sonreía y saludaba. Más tarde el dueño del circo lo felicitó.  
Desde entonces el número de Johnny and Joe era esperado con impaciencia. Pero el público siempre pide más. La pequeña mordedura no era suficiente, el doble reguero de sangre no era suficiente, se comenzó a maliciar que había algún truco. Más, más, gritaban los espectadores. Johnny La Vallée, para no perder el trabajo o envalentonado quizá por el éxito, también gritaba dentro de la boca de Joe: Más, más. Joe, con los ojos cuajados de lágrimas, apretaba cada vez un poco más, un poco más, y si no lo hacía, Johnny, después de la función, lo castigaba con el látigo.  
Hasta que llegó la noche en que Joe apretó tanto que Johnny La Vallée no pudo levantarse a agradecer las ovaciones de la muchedumbre. Y ahora Joe Musuku agoniza en una jaula del Jardín Zoológico.

Esquina peligrosa
 
  El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.   
    Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos. 
    Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
    -Deténgase aquí, -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería. 
    El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
    Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
    -¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
    El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto. 
     La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal. 





Seguidores

Datos personales